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El cuento de La camisa del hombre feliz de León Tolstói famoso escritor y novelista ruso que vivió entre 1828 y 1910.
Inicio del cuento La camisa del hombre feliz
Hace mucho tiempo, en un reino muy lejano, vivía un rey que tenía todo lo que podía desear: un gran palacio, riquezas, poder, fama y belleza. Sin embargo, el rey no era feliz, pues sufría de una extraña enfermedad que le causaba dolores y fiebre. Ningún médico podía curarlo, ni ningún remedio aliviarlo. El rey se sentía cada vez más débil y triste, y pensaba que pronto iba a morir.
Un día, el rey convocó a todos los sabios de su reino y les preguntó si había alguna forma de salvarlo. Los sabios se miraron entre ellos y se pusieron a pensar. Al cabo de un rato, uno de ellos se adelantó y dijo:
- Majestad, hay una esperanza para usted. Existe una medicina milagrosa que puede devolverle la salud y la alegría.
- ¿Qué medicina es esa? -preguntó el rey con ansiedad.
- La camisa del hombre feliz -respondió el sabio.
- ¿La camisa del hombre feliz? -repitió el rey sorprendido.
- Sí, majestad. Si usted viste la camisa de un hombre que sea verdaderamente feliz, su enfermedad desaparecerá y usted se sentirá como nuevo.
- Pues bien, traigan esa camisa cuanto antes -ordenó el rey.
- Hay un problema, majestad -dijo el sabio-. No sabemos dónde encontrar al hombre feliz. Tal vez no exista en todo el mundo.
- No me importa -dijo el rey-. Busquen por todas partes, ofrezcan lo que sea necesario, pero tráiganme esa camisa. Les doy un mes de plazo. Si no la consiguen, los mandaré a todos a la cárcel.
Los sabios se asustaron y salieron corriendo del palacio. Se dividieron en grupos y recorrieron el reino y los países vecinos en busca del hombre feliz. Pero no lo encontraban por ninguna parte.
Primero fueron a ver a los nobles y los ricos, pensando que ellos serían felices por tener tanto dinero y lujos. Pero se equivocaron. Los nobles y los ricos se quejaban de sus problemas: unos tenían enemigos que los acechaban, otros tenían esposas infieles o hijos rebeldes, otros tenían deudas o enfermedades. Ninguno era feliz.
Luego fueron a ver a los artistas y los intelectuales, pensando que ellos serían felices por tener tanto talento y cultura. Pero tampoco acertaron. Los artistas y los intelectuales se lamentaban de sus dificultades: unos no eran reconocidos por su obra, otros no podían expresar su creatividad, otros sufrían por amor o por soledad. Ninguno era feliz.
Después fueron a ver a los campesinos y los obreros, pensando que ellos serían felices por tener tanto trabajo y comida. Pero menos aún. Los campesinos y los obreros se angustiaban por sus penurias: unos pasaban hambre o frío, otros eran explotados o maltratados, otros vivían con miedo o con violencia. Ninguno era feliz.
Así pasaron las semanas y los sabios no hallaban al hombre feliz. Ya estaban desesperados y pensaban en rendirse. Pero entonces recordaron que había un lugar que no habían visitado: las montañas más altas del mundo, donde vivían los ermitaños.
Los ermitaños eran hombres santos que se habían retirado de la sociedad para dedicarse a la oración y la meditación. Vivían en cuevas o chozas, sin más compañía que la naturaleza y Dios. Los sabios pensaron que quizás alguno de ellos fuera el hombre feliz que buscaban.
Así que subieron a las montañas con mucho esfuerzo y peligro. El camino era largo y difícil, lleno de nieve, rocas y precipicios. Los sabios casi se congelan o se caen varias veces. Pero al fin llegaron a la cima, donde encontraron a un ermitaño que estaba sentado frente a una fogata.
El ermitaño era un anciano de barba blanca y ojos brillantes. Vestía una túnica gris y llevaba un bastón de madera. Los sabios se acercaron a él y lo saludaron con respeto.
- Buenas tardes, señor -dijeron-. Somos enviados del rey. Venimos a hacerle una pregunta.
- Adelante, pregunten -dijo el ermitaño con voz amable.
- ¿Es usted feliz? -preguntaron los sabios.
El ermitaño sonrió y dijo:
- Sí, soy feliz. Muy feliz.
Los sabios se alegraron y exclamaron:
- ¡Por fin! ¡Hemos encontrado al hombre feliz!
- ¿Qué quieren de mí? -preguntó el ermitaño.
- Queremos su camisa -dijeron los sabios.
- ¿Mi camisa? -repitió el ermitaño extrañado.
- Sí, su camisa. Es la única cura para la enfermedad del rey. Si él viste su camisa, se pondrá bien y será feliz como usted.
El ermitaño se quedó pensativo y luego dijo:
- Lo siento, pero no puedo darles mi camisa.
Los sabios se sorprendieron y le preguntaron:
- ¿Por qué no? El rey les pagará lo que pidan. Les dará oro, joyas, tierras, lo que sea.
El ermitaño negó con la cabeza y dijo:
- No es por eso. No quiero nada del rey ni de nadie. No necesito nada para ser feliz. Solo necesito paz, amor y libertad.
Los sabios insistieron y le dijeron:
- Pero piense en el rey. Él está muy enfermo y solo usted puede salvarlo. Piense en su reino. Él es un buen gobernante y su pueblo lo necesita. Piense en la bondad. Usted es un hombre santo y debe ayudar a los demás.
El ermitaño suspiró y dijo:
- Lo sé, lo sé. Me gustaría ayudar al rey y a su pueblo. Me gustaría hacer el bien. Pero hay un problema.
- ¿Qué problema? -preguntaron los sabios impacientes.
El ermitaño se levantó y abrió su túnica. Debajo no llevaba nada más que su piel arrugada y curtida por el sol y el viento.
- Este es el problema -dijo el ermitaño-. Yo no tengo camisa.
Los sabios se quedaron boquiabiertos y no supieron qué decir. El ermitaño les sonrió y les dijo:
- Vayan con Dios, amigos. Y díganle al rey que busque la felicidad dentro de sí mismo, no en las cosas externas. Que se desprenda de todo lo que le sobra y le pesa, y que viva con sencillez y humildad. Que ame a su prójimo como a sí mismo, y que haga el bien sin esperar nada a cambio. Así encontrará la paz, el amor y la libertad que le faltan. Y así será feliz, como yo lo soy.
Los sabios bajaron la cabeza y se marcharon avergonzados. Regresaron al palacio y le contaron al rey lo que habían visto y oído. El rey se quedó pensativo y luego dijo:
- Tal vez el ermitaño tenga razón. Tal vez yo haya buscado la felicidad en el lugar equivocado. Tal vez yo deba cambiar mi forma de vivir y de pensar.
Y así lo hizo. El rey repartió sus riquezas entre los pobres, renunció a su poder y a su fama, dejó su palacio y se fue a vivir al campo con su familia y sus amigos. Allí cultivó la tierra, cuidó de los animales, compartió con los vecinos, rezó a Dios y disfrutó de las cosas simples de la vida.
Fin del cuento La camisa del hombre feliz
Así fue como el rey se curó de su enfermedad y se convirtió en un hombre feliz. Y así fue como descubrió que la camisa del hombre feliz no era una prenda de vestir, sino una actitud ante la vida.
Moraleja del cuento La camisa del hombre feliz
La felicidad no depende de lo que tenemos, sino de lo que somos. No depende de las cosas materiales, sino de las espirituales. No depende de lo que nos dan, sino de lo que damos.
Creo que todos podemos aprender algo de este cuento y aplicarlo a nuestra vida. Podemos ser más agradecidos, más generosos, más humildes, más sencillos, más amorosos y más libres. Podemos buscar la paz interior y la armonía con los demás. Podemos disfrutar de las cosas simples y bellas de la vida. Así seremos más felices, como el rey y el ermitaño.
¿Y tú qué opinas? ¿Estás de acuerdo con el cuento La camisa del hombre feliz? ¿Qué cosas te hacen feliz a ti?
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